Lucas 2:25-32
“Y he aquí había en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de
Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Y le había sido revelado por
el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del
Señor. Y movido por el Espíritu, vino al templo. Y cuando los padres del
niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la
ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo: Ahora, Señor, despides a tu siervo en
paz, Conforme a tu
palabra; Porque han visto
mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos
los pueblos; luz para
revelación a los gentiles, y
gloria de tu pueblo Israel”.
El viejito Simeón pasó toda una vida
esperando al Mesías, el Salvador del mundo, y su propósito en la vida tuvo un
final feliz, porque tuvo el privilegio de tener en sus brazos al niño que, hecho
un hombre
iba a salvar al mundo de las
consecuencias de sus pecados.
Si uno le pone atención a la
expresión de Simeón, es difícil no conmoverse, y más por la forma en que el
médico amado la dejó escrita para la posteridad. Son las palabras que salen de
un corazón que siente que su vida tuvo sentido porque se cumplieron las expectativas
con creces. Y es que además, una vida bien vivida trae paz al alma. Quien vive
así, al final de su jornada puede decir como Simeón: "ya puedes despedir a
tu siervo en paz".
De la expresión de Simeón se puede
inferir también algo que es poderosamente llamativo, que en relación con el
Salvador se debe ir más allá del mero conocimiento teológico o conceptual; que
se puede -y se debe- tener una experiencia personal con el Mesías: "han
visto mis ojos tu salvación". Esta relación personal es lo que marca la
diferencia tanto a nivel personal, como a nivel de la sociedad. Es como el dice
el dicho: "que no nos metan cuento", hay que verlo con nuestros
propios ojos.
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